Mi Apología de Woody Allen
De todos los hombres célebres que han existido, el que más me habría gustado ser es Sócrates. Y no sólo porque fue un gran pensador, pues a mí también se me reconocen varias intuiciones razonablemente profundas, si bien las mías giran invariablemente en torno a una azafata de la aviación sueca y unas esposas.
No, lo que más me atrae de este sabio entre los sabios de Grecia es su valor ante la muerte. No quiso renunciar a sus principios, sino que prefirió dar su vida para demostrarlos.
Personalmente, la idea de morir me asusta, y cualquier ruido inconveniente, tal como el escape de un automóvil, me sobresalta hasta el punto de echarme en los brazos de la persona con la que estoy conversando.
Al final, la valerosa muerte de Sócrates confirió a su vida auténtico significado, algo de lo que mi existencia carece totalmente, aunque posea una mínima pertinencia para el departamento de impuestos sobre la Renta.
Confieso que muchas veces he querido ponerme en lugar del insigne filósofo, y en todas ellas me he quedado inmediatamente traspuesto y he tenido el siguiente sueño:
(La escena transcurre en mi celda. Acostumbro a estar sentado y solo, resolviendo algún intrincado problema de pensamiento racional, por ejemplo: ¿Podemos considerar un objeto como una obra de arte, si sirve también para limpiar la estufa? En este preciso momento me visitan Agatón y Simmias)
Agatón: Ah, mi buen amigo y viejo sabio, ¿qué tal discurren tus días de confinamiento?
Allen: ¿Qué cabe decir del confinamiento, Agatón? Sólo el cuerpo puede ser sujeto a límites. Mi mente vaga con toda libertad, sin que estas cuatro paredes le pongan traba. Así que en verdad puedo preguntar, ¿existe el confinamiento?
Agatón: Ya, pero ¿Y qué ocurre si quieres dar un paseo?
Allen: Buena observación. No podría.
(Los tres permanecemos inmóviles en actitudes clásicas, casi como un friso. Finalmente Agatón toma la palabra)
Agatón: Me temo que traigo malas noticias. Te han condenado a muerte.
Allen: Ah, me entristece ser causa de controversia en el senado.
Agatón: De controversia, nada. Unanimidad.
Allen: ¿De veras?
Agatón: En la primera votación.
Allen: Vaya, esperaba un poco más de apoyo.
Simmias: El senado está furioso con tus ideas sobre un Estado utópico.
Allen: Sospecho que no debí sugerir que eligieran un filósofo-rey.
Simmias: Sobre todo cuando, carraspeando, te señalabas a ti mismo.
Allen: Aún así no consideraré malvados a mis verdugos.
Agatón: Ni yo tampoco.
Allen: Ejem, sí, bueno … ¿Qué es el mal sino, sencillamente, el bien hecho con exceso?
Agatón: ¿Cómo puede ser?
Allen: Míralo de esta manera. Si un hombre entona una bonita canción, nos resulta grata al oído. Si la canta una y otra vez te producirá jaqueca.
Agatón: Cierto.
Allen: Y si no cesa nunca de cantar, llegará un momento en que querrás estrangularle con un calcetín.
Agatón: Sí, muy cierto.
Allen: ¿Cuándo ha de cumplirse la sentencia?
Agatón: ¿Qué hora es ahora?
Allen: ¿¡Hoy!?
Agatón: Es que necesitan la celda.
Allen: ¡Bien, pues que así sea! Dejemos que me quiten la vida. Que quede escrito que muero antes de renunciar a los principios de la verdad y la libertad de pensamiento. No llores, Agatón.
Agatón: No lloro. Es alegría.
Allen; Para el hombre sabio, la muerte no es un fin, sino un principio.
Simmias: ¿Por qué?
Allen: Bueno, deja que lo piense un momento.
Simmias: Tómate el tiempo que quieras.
Allen: ¿No es cierto, Simmias, que el hombre no existe antes de haber nacido?
Simmias: Muy cierto.
Allen: ¿Ni existe después de haber muerto?
Simmias: Sí, estoy de acuerdo.
Allen: Hmmm.
Simmias: ¿Y bien?
Allen: Espera un momento, caramba. Me siento perplejo. Ya sabes que me dan únicamente cordero para comer y que nunca está bien asado.
Simmias: La mayoría de los hombres contemplan la muerte como el fin de todo. Y en consecuencia la temen.
Allen: La muerte es un estado de no-ser. Lo que no es, no existe. Y sin embargo no existe la muerte. Sólo la verdad existe. La verdad y la belleza. Son intercambiables, y también aspectos de sí mismos. Ejem, ¿dijeron qué proyectos tenían conmigo?
Agatón: Cicuta.
Allen (Desconcertado): ¿Cicuta?
Agatón: ¿Recuerdas aquel líquido negro que agujeró tu mesa de mármol?
Allen: ¡No me digas!
Agatón: Una sola cucharada. Aunque te la darán en un cáliz para que no se derrame nada.
Allen: Me pregunto si dolerá.
Agatón: Dijeron que procurases no hacer una escena. Los demás presos se pondrían nerviosos.
Allen: Hmmm.
Agatón: Les contesté que morirías valerosamente antes que renunciar a tus principios.
Allen: Bien, bien … Ejem, ¿el concepto de ‘destierro’ no se citó nunca en el debate?
Agatón: Desterrar quedó suprimido el año pasado. Requería demasiada burocracia.
Allen: Bueno … Claro … (Preocupado y distraído, pero intentando conservar el dominio de sí mismo). Yo, ejem … ¿Y qué más hay de nuevo?
Agatón: Oh, me encontré con Isósceles. Tiene una idea estupenda para un nuevo triángulo.
Allen: Bien … bien … bien … (De pronto abandono todo fingimiento). Mira, voy a ser sincero contigo … ¡No quiero morir! ¡Soy demasiado joven!
Agatón: ¡Pero si es tu gran oportunidad de morir por la verdad!
Allen: No me interpretes mal. Yo sólo vivo por la verdad. Por otra parte, tengo un almuerzo en Esparta la semana que viene, y me molestaría faltar. Me toca pagar a mí. Ya sabes cómo son esos espartanos, en seguida desenvainan la espada.
Simmias: ¿Se ha vuelto un cobarde el más sabio de nuestros filósofos?
Allen; No soy un cobarde, ni tampoco un héroe. Digamos que estoy más o menos por el medio.
Simmias: Un gusano miedoso.
Allen: Ese es aproximadamente el punto exacto.
Agatón: Pero fuiste tú el que demostró que la muerte no existe.
Allen: Un momento, escúchame … Claro que he demostrado muchas cosas. Así es como pago el alquiler. Teorías y pequeñas experiencias. Un comentario travieso de vez en cuando. Máximas ocasionales. Es mejor que recoger aceitunas, pero tampoco hay por qué entusiasmarse.
Agatón: Peru tú demostraste muchas veces que el alma es inmortal.
Allen: ¡Y lo es! Pero sobre el papel. Mira, ése es el gran problema de la filosofía … resulta tan poco funcional en cuanto sales de clase …
Agatón: ¿Y todas tus disertaciones acerca de que la muerte es lo mismo que el sueño?
Allen: Así es, pero la diferencia estriba en que cuando estás muerto y alguien grita “¡Todo el mundo en pié, ya es de día!”, cuesta un horro encontrar las zapatillas.
(El verdugo llega con una copa de cicuta. Su rostro se parece mucho al cómico irlandés Spike Mulligan)
Verdugo: Ah … ya estamos aquí. ¿Quién se ha de beber el veneno?
Agatón (Señalándo hacia mí): Este.
Allen: Caramba, qué copa tan grande. ¿No suelta demasiado humo?
Verdugo: Es normal. Hay que bebérsela toda, porque la mayoría de las veces el veneno está en el fondo.
Allen (Por regla general aquí mi comportamiento difiere totalmente del de
Sócrates y me han advertido ya que que suelo gritar en sueños): ¡No … no beberé! ¡No quiero morir! ¡Socorro! ¡No! ¡Por favor!
(El verdugo me tiende el burbujeante brebaje entre mis abyectas súplicas y todo parece perdido. Entonces el sueño toma un nuevo sesgo, a causa de algún innato instinto de supervivencia, y aparece el Mensajero)
Mensajero: ¡Quietos todos! ¡El senado ha vuelto a votar! Quedan retiradas todas las acusaciones contra ti. Tu valía ha sido finalmente reconocida y está decidido que se te debe rendir un homenaje,
Allen: ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Han vuelto a la razón! ¡Soy un hombre libre! ¡Libre! ¡Y me van a homenajear! De prisa, Agatón y Simmias, preparadme las maletas. Tengo que irme, Praxíteles querrá comenzar mi busto cuanto antes. Pero antes de partir, os brindo una pequeña parábola.
Simmias: ¡Vaya! Esto sí que ha sido volver casaca. ¿Tendrán idea de los que se traen entre manos?
Allen: Un grupo de hombres habitan en una oscura caverna. No saben que fuera brilla el sol. La única luz que conocen es el titubeante temblor de las velas que llevan para desplazarse.
Agatón: ¿Y de dónde han sacado las velas?
Allen: Bueno, digamos que las tienen, y basta.
Agatón: ¿Habitan en una caverna y tienen velas? Suena falso.
Allen: ¿No podéis aceptar mi palabra?
Agatón: Está bien, está bien. Pero vayamos al grano.
Allen: Un buen día, uno de los moradores de la caverna sale y ve el mundo exterior.
Simmias: En toda su claridad.
Allen: Justamente. En toda su claridad.
Agatón: Y cuando intenta contárselo a los demás no lo creen.
Allen: Pues no.
Agatón: ¿NO? ¿Entonces?
Allen: Pues, monta una carnicería. Se casa con una bailarina y muere de hemorragia cerebral a los cuarenta años.