La Cuestión del Terapeuta
Es notable la falta de difusión mediática masiva y de concientización social acerca del estrés y sus consecuencias.
Es cierto que diversas entidades y casas de estudios abocadas a investigaciones relativas al estrés, suelen ofrecer una mejor comprensión del tema y algunas herramientas terapéuticas a psicólogos, psiquiatras médicos, y profesionales de la salud en general, a través de seminarios o cursos, algunos de los cuales se extienden prácticamente durante todo un año31.
También es cierto que organizaciones internacionales relativas a la salud hacen otro tanto, normalmente a través de diversos formatos bibliográficos (impresos y/o digitales), aunque a veces sólo ocupándose de algunos de los ámbitos particulares de tensión y estrés32.
Desde ya, iniciativas como estas no sólo son convenientes sino necesarias, y guardan estrecha relación con el desafío creciente que enfrentan los profesionales de la salud, que tienen la certeza de que deben transitar permanentemente por aquello que se conoce como ‘formación permanente’ o actualización constante.
Sin embargo, estas actividades, con la presumible difusión correspondiente, por lo general están orientadas a grupos bastante selectos, como los mencionados más arriba, y frecuentemente en el ámbito de las grandes urbes.
Desde esta perspectiva, no son masivas desde el punto de vista comunicacional, ni tienen por objeto inmediato ilustrar sobre el tema al grueso de la población.
En efecto, a contrapelo de lo que sucede con la publicitación mediática bastante intensiva, que alerta a la población sobre varios factores tremendamente perjudiciales para la salud (como el cigarrillo, el alcoholismo, el no uso de métodos preventivos ante el HIV, el consumo de drogas, la hipertensión, el sobrepeso, la automedicación, etc.), sobre el estrés prácticamente no se dice nada, más que algún comentario ocasional, como suele pasar a veces, cuando un clínico, casi como por descarte, le menciona la cuestión a un paciente que ya transitó las instancias médicas y de laboratorio sin que se le detectase ninguna patología concreta.
La gravedad de inexistentes campañas masivas mediáticas referidas al estrés, su naturaleza y perjuicio para la salud, deriva en dos cuestiones principales.
Por una parte, las personas –en el mejor de los casos- tienden a reducir el concepto mismo de estrés y sus consecuencias a las expresiones menos significativas de dicha afección, como sentirse un poco cansadas o advertir algunos dolores musculares, sin siquiera sospechar, por ejemplo, que el estrés puede afectarlas hasta límites impensables, donde incluso (si no es tratado33) pueden entrar en juego la calidad y la continuidad de la vida. Dicho de otro modo, pareciera que, a falta de información, no habría nada de qué preocuparse ni motivo que justifique ir al médico.
Por otra parte, los que por cualquier y providencial motivo, han tenido la oportunidad de adquirir un conocimiento más acabado de la naturaleza del estrés, y de cómo –según llegan a sospechar- están comenzando a padecer algunos de sus efectos psíquicos, emocionales o físicos, se enfrentan a un interrogante paradojal: ¿A quién recurrir?
Esta pregunta tiene su razón de ser: la cruda realidad es que, salvo raras e insuficientes excepciones, no existen profesionales de la salud que sean expertos en el diagnóstico y tratamientos del estrés y, al mismo tiempo, que estén disponibles para la atención del grueso de la población.
Además, si se juntan estos dos factores (desconocimiento de la naturaleza del estrés y del daño que provoca; y la poca o nula presencia de terapeutas idóneos y específicos accesibles), el camino que a muchos les queda, de un modo análogo a la automedicación, es el de recurrir -tal vez inducidos por la sugerencia de otras personas, un tanto más avezadas en el tema- a métodos o prácticas existentes, o, en ocasiones, autogestionadas, casi como por intuición y a la manera de un sincretismo terapéutico.
Esto explica, aunque solo en parte, el hecho de por qué no pocas personas que padecen de estrés, aunque sean conscientes apenas de sus efectos más molestos (que no necesariamente son los más perniciosos), como molestias corporales, jaquecas, algo de sobrepeso inicial, agitación, algunos espasmos, desgano o tendencia a la dispersión, por mencionar, recurren a una mezcla de prácticas y medicamentos para favorecer el recupero de su propio confort y estabilidad personal.
Estas prácticas pueden incluir desde un giro repentino hacia la meditación, los cursos de autoayuda o la religión, hasta la ingesta desmedida de ansiolíticos (recetados o no), analgésicos, miorrelajantes y mayor recurrencia al masajista pasando por tantos otros aspectos como la multiplicación de actividades deportivas, aceptación gustosa de una sobrecarga laboral, cierta obsesión por la estética física, mayor consumo de ropas o calzado, o de cualquier forma de tendencia consumista, el afán por remodelar hasta el cansancio algunos espacios habitacionales, mayor verborragia al hablar con parientes, vecinos o amigos.
También, recurrir al psicólogo sólo para poder expresarse, la necesidad de abocarse al estudio de uno o varios idiomas a la vez, la multiplicación de actividades artesanales, cierta compulsión por mantener siempre y extremadamente limpio todo espacio de la vivienda, rigidez en los horarios, incansable multiplicación de invitaciones a amigos o parientes para compartir comidas o tiempos durante el fin de semana, etc.
Es cierto que varios de los ejemplos propuestos parecen reflejar más un cuadro significativo de ansiedad, padecida por una parte importante de la población global34, que de estrés en sí mismo. Sin embargo, debe recordarse (según lo ya mencionado) que la ansiedad constituye una de las consecuencias del estrés crónico y no necesariamente una de sus causas.
Dicho esto, todo indica que el interrogante persiste: ¿A quién recurrir?
Probablemente sea el interrogante más complejo de responder. Con una escasa o insignificante difusión social del tema; y con un ínfimo número de agentes de la salud (por relación al número de habitantes de cada región o distrito) lo suficientemente capacitados como para abordar y tratar el estrés como una afección específica y concreta, la cuestión parece irresoluble, y en parte lo es.
Sin embargo, en cuanto a la difusión del tema, y en sintonía con algunas prácticas urbanas reactivas al peligro (como de hecho ha sucedido cada vez que la sociedad percibió la existencia de algún mal que podía dañarla; y buscó informarse por su cuenta hasta donde le era posible), también en la actualidad se pueden encontrar algunos indicios que presagian un camino similar que ya está siendo recorrido por una parte importante de la población.
Sobre esto, al observar la dinámica de algunos rasgos culturales y sociales comprendidos en el concepto de globalización, tan amplio y vigente en la actualidad, se pueden proponer algunas ilustraciones.
Por ejemplo, es curioso lo que sucede con las redes sociales.
Las virtudes con las que fueron adornadas en los primeros tiempos35, luego fueron opacadas por un sinnúmero de preocupaciones traducidas en análisis y una amplia variedad de alertas mediáticas, domésticas o vecinales. El factor estresante36 en jóvenes y adultos constituyó una de las principales advertencias.
Los medios de comunicación llamados tradicionales (como los diarios, revistas, portales, radios y TV, por nombrar) juegan en este aspecto un papel importante, ya que difunden notas propias o extractos de artículos que reflejan estas preocupaciones relativas al estrés que provocan las redes sociales, pero también se abocan, tal vez con más ahínco, a divulgar otros ámbitos o situaciones concernientes a factores estresantes37.
Al darlas a conocer, provocan que sus lectores tomen conocimiento y, a su vez y por la agilidad propia de la interacción social, gran parte de ello y desde distintas perspectivas, se termina compartiendo en grupos, eventos o reuniones sociales, familiares o vecinales.
Por supuesto, estas bienvenidas difusiones ya constituyen una manera de aproximarse al problema y ofrecer alguna forma de debate, aunque sea implícito.
Es cierto que distan en mucho de lo que realmente se necesita para una concientización masiva sobre las características del estrés, sus perjuicios y el modo de tratarlo, pero no se puede negar que componen un aporte valorable y necesario.
En otro orden y sin perjuicio de lo ya dicho, también debe recordarse una práctica tan antigua como la humanidad misma: la tradición oral o, como se suele decir, la transmisión de ideas, doctrinas, datos o realidades ‘de boca en boca’.
Aquí, tanto los que han sido afectados por el estrés (hayan o no tenido la oportunidad de ser tratados) como los familiares, amigos, colegas y conocidos que fueron testigos de su afección, se convierten en los difusores naturales por excelencia para comunicar la experiencia (propia o de un tercero) a través del ‘boca a boca’.
Sea por comentarios o charlas (casuales o no) con allegados o desconocidos, sea porque relatan los hechos en blogs personales de tipo autobiográficos, en notas de opinión que envían a los medios e incluso, aunque suene paradójico, a través de las propias redes sociales.
¿Alcanza? No. Pero son expresiones genuinas, como se dijo, del instinto social que busca informarse por su cuenta y hasta donde le es posible, cuando percibe la aparición y eventual proliferación de algún mal que puede dañar; y de cómo esa información es compartida a lo largo de una cadena cuyo límite es difícil de precisar.
Por otra parte, estas mismas consideraciones alusivas al modo en que una sociedad puede lograr un poco más de información sobre el estrés, sirven también para comenzar a esbozar alguna forma de respuesta a la pregunta del principio: ¿A quién recurrir?
¿Por qué? Hay varias razones. Una de las principales se basa en la dimensión sociológica de las personas: cuando se comienza a percibir una novedad que es de interés de la población, aunque sea muy lentamente, muchos y de diversos sectores comienzan a interesarse en la cuestión.
Y cuando estas noticias (buenas o malas) son relativas al bienestar emocional y físico de los habitantes, la posible curiosidad inicial adquiere un interés particular en algunos, sean o no profesionales de la salud, y con mucha frecuencia suele transformarse en la necesidad de reflexionar, incursionar, investigar y responder.
Si a un clínico, hipotéticamente, seis de cada diez pacientes le transmitieran, cada día y de algún modo, que están o se sienten estresados, y que les cuesta mucho sobrellevar los padecimientos derivados de tal estado, seguramente el médico comenzaría, aunque sea gradualmente, a prestarle un poco más de atención a tales descripciones, aún cuando en la facultad haya estudiado aceptablemente el tema.
Desde esta misma e hipotética situación, es muy probable que se decida a incursionar en la materia para profundizarla; o que recurra a bibliografía más reciente para actualizarse y –eventualmente- investigar más a fondo, a fin de ofrecer un tratamiento o terapia a tal cantidad de pacientes que le consultan por el mismo motivo.
O, tal vez, a partir de sus propio estudio e investigación, interese y actualice a un profesional de otra área (como un psicólogo, por ejemplo), le comparta su preocupación y conocimiento, le sugiera ahondar sobre el tema, y acuerde -tal vez- derivarle los pacientes con dicha afección.
Esta es una situación decididamente hipotética, como se dijo. Sin embargo, explica las conductas concretas de muchas personas que, sin pertenecer de ningún modo, en términos formales, al mundo de los profesionales de la salud, cualquiera sea su especialidad, se han dedicado durante bastante tiempo a incursionar, estudiar, recolectar información y experiencias; y diseñar algunas prácticas saludables, todo ello orientado a favorecer el control del estrés.
Desde de sacerdotes y pastores que, además de ejercer su oficio natural, por propia iniciativa han investigado y estudiado el tema y se han vuelto idóneos en el reconocimiento de los posibles síntomas de estrés, y han logrado ostentar cierta autoridad como para expresar algunas sugerencias o recomendaciones prácticas en tal sentido, hasta los masajistas de oficio, habituados a proporcionar, tal vez, sólo momentos de relajación y confort corporal, y que luego -siguiendo un camino similar al de los primeros- fueron virando, con algunas limitaciones, hacia un conjunto de prácticas relajantes y criterios concretos, encauzados al manejo y prevención del estrés.
En rigor, la lista de experiencias similares es realmente extensa.
Personas comunes y para nada extraordinarias que, despeñando sus tareas habituales pero en ámbitos específicos que las conectaban con las realidades humanas más íntimas, observaron el fenómeno, se asesoraron y meditaron sobre el tema, para finalmente decidir incursionar en la cuestión del estrés, estudiándolo, sacando conclusiones, e incluso diseñando métodos para contrarrestarlo, habitualmente cotejando todas estas cosas con la opinión de algún profesional, al punto de que, en varios casos, sin dejar sus respectivos puestos se hicieron de algún tiempo y estructura como para ayudar en esta materia a las personas.
Tal podría ser el caso de un encargado de recursos humanos de una empresa mediana, acostumbrado a lidiar con el estrés laboral de los empleados; o de algunos docentes de educación especial que comprueban a diario los daños del estrés en los niños y en sus padres; o de los instructores de meditación que han comprendido que una afección como la descripta implica, además, varias otras acciones adicionales necesarias para controlarla; o como la de los coordinadores de grupos de autoayuda; o moderadores de asociaciones que tratan que sus miembros puedan, finalmente, de dejar tal o cual adicción.
En síntesis, en un contexto donde es demasiada escasa la difusión social del tema; y donde es ínfimo el número de agentes de la salud lo suficientemente capacitados como para abordar y tratar el estrés, le queda aún, a gran parte de la sociedad, la posibilidad de recurrir a personas que no pertenecen formalmente al mundo de los profesionales de la salud, pero que –por los motivos ya descriptos- se han vuelto idóneos para el abordaje del asunto, y reúnen las condiciones mínimas aceptables para diagnosticar, aconsejar y sugerir algunas prácticas no riesgosas pero efectivas, todo ello desde una perspectiva de proceso terapéutico y no como meras intervenciones puntuales o esporádicas.
Nadie puede albergar demasiadas esperanzas de que médicos, psicólogos, psiquiatras o neurólogos, por citar, acepten con entusiasmo planteos de este tipo. Sin embargo, deberían considerar, al menos, dos aspectos.
Por una parte, que hoy los modos de aprender y educarse se han multiplicado y diversificado, en gran medida por el progreso de la tecnología y del acceso a la información que facilita Internet.
Una información que ya no consiste sólo en unas pocas páginas de lectura ofrecidas desde una pantalla, sino que comporta otras modalidades, como el acceso a bibliotecas reconocidas mundialmente, la disponibilidad de audios, videos, cursos a distancia o tutoriales que se pueden realizar a través de videos conferencias online, por nombrar, sin perjuicio del acceso a los libros físico ubicados en los estantes de una biblioteca pública.
Por otra, que es creciente el interés genuino que muchas personas tienen por capacitarse lo más que puedan en algún aspecto particular, habitualmente con seriedad, prudencia y sentido social.
Ello no implica ni descarta que existan muchos, también, que recopilan información, la estudian con la velocidad propia de lo superficial, desde una perspectiva en la que el lucro eventual y posterior, haya sido el gran motivador de sus iniciativas intelectuales.
Sin embargo, estos últimos no pueden ser tomados como la vara mejor y menos prejuiciosa para medir a los primeros.
Por último, es probable que algunos ‘autodidactas’ (Self-Directed Learnig) en esta materia, por referenciarlos de algún modo, sufran críticas o burlas por parte de sectores de los profesionales médicos.
Sería lamentable. Algunos sostienen que el problema puede radicar –en parte y aunque parezca increíble- en una cuestión de nombres o etiquetas académicas.
Estos últimos, los que no ostentan ningún diploma, por ejemplo, ¿Pueden ser llamados especialistas en el tema? No. ¿Terapeutas calificados, con alguna forma de título, habilitante o no? Tampoco.
¿Terapeutas, sin más? Podrían, pero tal vez no convenga, ya que dicho vocablo hace referencia implícita a quienes han transitado por años los estrados académicos, por lo que se podría confundir a las personas, induciéndolas a pensar que están frente a un profesional de la salud, según la acepción tradicional.
Sin embargo, más allá de los certificados que emanan de las aulas universitarias, la realidad ya está demostrando (a juicio de quienes investigamos el tema) que, en más o en menos, están contribuyendo realmente a ayudar a las personas a manejar el estrés, al menos en estos tiempos y circunstancias; como también, aunque de un modo diferente, hacen otro tanto los escasos especialistas médicos abocados a esta afección, y que apenas están disponibles para el grueso de la población.
De todos modos, poco importa, en realidad, el nombre con el que estos autodidactas de la salud se presenten ante la sociedad.
No podrán decir que son especialistas porque, sencillamente, no lo son. Tampoco conviene que se presenten como terapeutas, por lo ya explicado.
Sin embargo, es posible utilizar algún término o categoría que exprese la identidad de la tarea que desarrollan.
En este marco y a los fines del presente curso, se los mencionará, simplemente, como Facilitadores para el control del estrés38.
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(31) En abril a noviembre de 2015, por ejemplo, la Sociedad Argentina de Medicina del Estrés, la Universidad Maimónides y la Asociación Médica Argentina, ofrecieron un curso de capacitación sobre el síndrome del estrés con orientación diagnóstico – terapéutico, bajo el título "Curso Universitario de Medicina del Estrés y Psiconeuroinmunoendocrinología Clínica".
(32) Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud, a través del Equipo de Salud Ocupacional perteneciente a dicha institución, publicó en 2008 una suerte de folleto orientado a sensibilizar a los empleadores y representantes de los trabajadores sobre el estrés laboral en los países en desarrollo.
(33) De hecho, un estudio de la Universidad de Cambridge, Inglaterra, que examinó y estudió durante más de siete años a 20.000 personas, se encargó de disipar muchas dudas relativas al carácter saludablemente preventivo que ostenta el tratamiento para el control del estrés, en relación a enfermedades delicadas. Por caso, en un informe conocido en 2007, consignó un dato imposible de ignorar: el control del estrés puede reducir, al menos, hasta en un 24% el riesgo de sufrir un accidente cerebrovascular (ACV).
(34) Aunque las estadísticas varían en los porcentajes, en general se puede estimar que, en la actualidad, más de un 20% de la población mundial sufre de alguna de las formas del trastorno de ansiedad, corrientemente sin tener conciencia de ello.
(35) Como la posibilidad de interactuar con otros, compartiendo vivencias, imágenes, proyectos e iniciativas, e incluso llegar a conocerse personalmente; comunicarse con personas de otros países y acceder a sus paisajes, al modo de pensar, conocer las particularidades de su idioma, su historia y su situación actual; minimizar costos comunicacionales, como en el caso de cuentapropistas o pequeñas empresas que logran ampliar su base de contactos, etc.
(36) Como un comentario a mero título enunciativo, debe decirse que a las redes sociales se les critica, por ejemplo, el hecho de que terminan siendo adictivas y pueden provocar estrés y ansiedad, como consigna un estudio dirigido por la doctora Kath Charles, de la Universidad Edinburgh Napier en Escocia y difundido a principios de 2011, cuando analizó los efectos psicológicos de la red social Facebook en 200 personas, y concluyó, entre otras cosas, que 1 de cada 10 usuarios encuestados manifestaron que dicho sitio les provocaba ansiedad; y que cerca de tres de cada diez reconocieron que se sentía culpables por rechazar solicitudes de amistad, mientras que otros experimentaban una gran presión por tener que actualizar su estado y perfil.
(37) Por ejemplo, se han multiplicado en los últimos tiempos artículos o encuestas que versan sobre los distintos cuadros de estrés que afectan a las personas según su edad u ocupación. Como el estrés que afecta a los niños, que les provoca un gran desinterés de las mismas cosas que antes disfrutaban, o que los entristece y deprime, con problemas que les impiden demostrar cariño, o les ocasiona algunos trastornos de la atención y baja de su rendimiento, o que los vuelve iracundo y hasta acosador, pudiendo llegar al bullying (hostigar junto con otros a un compañero en la escuela).
O como la situación de los ancianos, que tienen que afrontar sus propios cambios corporales, psicológicos y sociales, al mismo tiempo que deben asumir los transformaciones que suceden en su entorno, o la soledad que deben soportar, o la insuficiencia de ingresos, o la multiplicación de visitas al médico, etc.
(38) El término elegido admite, en rigor, varios modos de ser interpretado. Puede hacer alusión, por ejemplo, a la persona que en un equipo de trabajo orienta el debate para la toma de una decisión, y luego se aboca a dirigir las acciones requeridas; o puede hacer referencia al que, en una negociación, es el encargado de ayudar a las partes a llegar a un acuerdo.
En el caso que nos concierne, el facilitador será la persona que, habiéndose formado aceptablemente en el tema pertinente, es capaz de desempeñarse como un orientador válido y un instructor idóneo, al momento de aconsejar al afectado y sugerirle o realizarle algunas prácticas saludables, para favorecer el control y manejo del estrés, sin perjuicio de que, en cualquier momento, le pueda indicar o exigir la concurrencia al clínico, al neurólogo, al psicólogo o al psiquiatra, por nombrar.
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